Por Hernando Silva, director OC, y José Aylwin, presidente OC
El 18 de octubre pasado la ciudadanía de Chile despertó. Inicialmente en Santiago, y luego a lo largo del país, la población salió masivamente a las calles para expresar su cansancio y malestar frente múltiples situaciones de injusticia, inequidad y marginación por parte del Estado y de las élites políticas y económicas del país que lo controlan.
A la protesta inicial de estudiantes en Santiago por el incremento de las tarifas del Metro, se fueron sumando en días posteriores amplios y diversos sectores de la población, incluyendo trabajadores, pobladores, pueblos indígenas y en general los más marginados, para expresar su malestar largamente contenido frente a los abusos de los que han sido objeto por tanto tiempo.
Dicho malestar, que se venía manifestando de muchas formas – incluyendo a través de mobilizaciones, de encuestas que daban cuenta de una masiva desconfianza en las instituciones del Estado, en los partidos políticos y en el empresariado, y de una abstención electoral cercana al 60% – tenía como causas principales la persistencia de una institucionalidad construida durante la dictadura cívico militar, cuya mayor expresión es la Constitución Política de 1980. Tal Constitución, que fue defendida férreamente por quienes la impusieron y a la que se acomodaron los sectores que inicialmente se opusieron a ella, ha sido el instrumento fundamental que ha permitido la acumulación de la propiedad de los bienes comunes –como el agua y los recursos del subsuelo–, la concentración de la tenencia de la tierra, la apropiación de los ahorros previsionales, la privatización de la educación y la salud, el lucro con la vivienda, la generación de una enorme brecha salarial y de ingresos en perjuicio de los y las trabajadores. Junto a ello, ha negado la existencia y derechos de los pueblos indígenas y de las personas en movilidad humana en el país. Por lo mismo esta se encuentra en la base de la inequidad y la fractura actual del país.
–Por décadas las elites, en particular las que representan los intereses de los empresarios, se escudaron de manera inmoral en las reglas impuestas en dicha Constitución para mantener sus privilegios, muchos de ellos –como el agua– obtenidos gratuitamente, así como para impedir cualquier transformación social y política basada en derechos humanos.
El cansancio frente a este estado de cosas y la ausencia de posibilidades de cambio del status quo por la vía política, generó una explosión social que se ha prolongado por un mes, y se ha expresado en multitudinarias manifestaciones pacíficas y también hechos de fuerza que han resultado en la destrucción de bienes públicos, como el Metro de Santiago, y la destrucción y saqueo de bienes privados, como los supermercados y farmacias. Se trata en el caso de estos últimos hechos, de actos muchas veces condenables, que no justificamos. No podemos, sin embargo, sino entenderlos como expresiones de un descontento y rabia largamente contenidos en cuya gestación cabe la responsabilidad principal a la elite política y económica del país.
Frente a esta explosión social el gobierno de Sebastian Piñera, empresario derechista, recurrió a las herramientas que la institucionalidad de la dictadura le otorga, declarando el estado de emergencia, el toque de queda, sacando a las fuerzas armadas a la calle, fuerzas cuyo actuar abusivo e impune, ha resultado ya en la muerte de más de veinte personas. A ello se agregan de acuerdo al INDH más de 6 mil detenidos, entre ellos 700 niños y niñas, más 2 mil heridos, 700 por disparo de perdigones por agentes del Estado, 200 de los cuales resultaron con daño ocular, y centenares de casos de torturas y tratos crueles, incluyendo numerosos casos de violencia sexual.1
Tal como constatara una misión de observación internacional de derechos humanos que visitó en Chile durante la primera semana de noviembre, “durante las manifestaciones la fuerza pública utiliza los gases lacrimógenos, carros lanza-aguas y escopetas antidisturbios no para repeler un ataque o dispersar una manifestación violenta, sino directamente para aleccionar y castigar a los manifestantes.”2 La misma misión dio cuenta de los apremios físicos que van “…desde golpes con mano abierta y/o luma, rodillazos o puntapiés, en algunos casos por varios agentes, distintas formas de neutralización física e incluso ahorcamientos que en algunos casos han derivado en pérdida de conciencia”, verificados en los centros de detención policial.3
La represión también se hizo presente en los territorios en que viven los pueblos indígenas, como lo es la Araucanía y regiones aledañas. La misión de observación referida, que visitó la región de la Araucanía, territorio ancestral mapuche, así como sus comunidades señaló al respecto; “Contamos con información sólida y consistente sobre el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza en contra de miembros del pueblo mapuche al momento de su detención de parte (no exclusivamente) de Grupos de Operaciones Policiales Especiales de Carabineros. Se revictimiza a las familias mapuche que han sufrido torturas, amedrentamientos, incluso aquellas que fueron heridas de forma irreparable o tienen familiares fallecidos en contextos poco claros, al estar ahora constantemente oyendo tiros, helicópteros y vivenciando situaciones que retraumatizan..”4
Se trata en el caso del pueblo mapuche de una represión de larga data, que ha afectado a muchas de sus comunidades, que como hemos señalado desde el Observatorio Ciudadano en nuestros informes5, y ha sido observado por órganos internacionales de derechos humanos, ha resultado en al menos cinco muertes de este pueblo, miles de detenidos, y desde el 2010 a la fecha al menos un centenar de procesamientos por leyes antiterroristas impuestas también en dictadura, por hechos de protesta social.
La violencia impuesta por la estrategia de guerra declarada e impulsada por Piñera y sus ministros, son demostrativas de una total incapacidad para entender el trasfondo del conflicto social y político que estamos viviendo y, por lo mismo, resulta absolutamente inoficiosa para abordar y superar la fractura de Chile, sino por el contrario, la ahonda.
La crisis generada da cuenta del agotamiento de la institucionalidad vigente y de la urgente necesidad construir un acuerdo social y político inclusivo, expresado en una constitución, a través de una Asamblea Constituyente como la alternativa más democrática para alcanzarlo.
Cabe señalar en este sentido que la demanda por una nueva constitución a través de una Asamblea Constituyente en Chile, que constituye la principal demanda enarbolada por la ciudadanía en las manifestaciones masivas que han tenido lugar en las principales ciudades del país6, se remonta a la dictadura, y ha constituido una reivindicación central de los movimientos sociales y políticos progresistas en la última década. También ha sido parte de las demandas de los movimientos indígenas, las que a través de sus organizaciones han venido demandando un proceso constituyente con miras a que la constitución del país reconozca a Chile como un país plurinacional, así como del derecho que les asiste a la libre determinación como pueblos7. Tales derechos, junto al derecho al territorio y a la participación política especial fueron demandas centrales que se vieron reflejadas en la consulta indígena realizada el 2017 en el marco de un proceso de diálogos sobre una nueva constitución impulsado bajo el gobierno de la ahora ex presidenta Bachelet, ahora Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Lamentablemente Bachelet desoyó tales demandas al enviar al Congreso Nacional en marzo de 2018, a días de dejar la presidencia, un proyecto de nueva constitución que se limitada a reconocer a los pueblos indígenas como parte de la “Nación chilena.”
Tras semanas de movilizaciones incesantes que han paralizado al país, y presionados por la ciudadanía, congresistas representantes de la casi totalidad de los partidos políticos de gobierno y oposición, acordaron un proceso para dotar a Chile de una nueva constitución. En el denominado “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”8, se convoca a la ciudadanía a un plebiscito para abril de 2020, en el cual se harán dos consultas: una referida a si se quiere o no una nueva Constitución y la otra sobre el órgano que debiera redactarla: una Convención Constitucional (Asamblea Constituyente) compuesta en su totalidad por integrantes electos por la ciudadanía o una Convención Mixta Constitucional, instancia que estaría conformada en un 50% por miembros elegidos por la ciudadanía y en 50% por parlamentarios. En cualquiera de las dos opciones, sus miembros serán elegidos en el mes de octubre de 2020. La Convención tendrá un plazo de 9 meses, prorrogable por una vez por 3 meses, para elaborar un texto constitucional, el que deberá ser refrendado por la ciudadanía en un plebiscito.
Las opiniones de la ciudadanía y de los pueblos indígenas en relación a este acuerdo han sido diversas. Si bien desde Unidad Social, movimiento que agrupa a dos centenares de organizaciones sociales, lideradas por la Central Unitaria de Trabajadores, los colegios profesionales, las federaciones de estudiantes, organizaciones feministas y socioambientales, se ha rechazado el acuerdo argumentando que este establece un elevado quorum que posibilita el veto de las minorías, y que no contempla la participación plurinacional y la equidad de género en el proceso constituyente9, desde sociedad civil10 y la academia11 hay muchos que han dado su respaldo al mismo considerándolo como una posibilidad de poner término a la Constitución de 1980 y a las injusticias y exclusiones a las que ha dado lugar y de avanzar hacia una democracia fundada en los derechos humanos.
Reconocemos que el acuerdo plantea un mecanismo para poner término a la actual Constitución de 1980, que está a la base del modelo económico y político excluyente que rige en el país, lo que es un gran logro. Desde la perspectiva de la ciudadanía y de los derechos de pueblos indígenas al menos dos cuestiones preocupan. La primera es el sistema electoral y la posibilidad de que, en consonancia con las tendencias contemporáneas de elaboración constitucional, en ella se pueda contar con una adecuada representación de ciudadanía, independiente de partidos políticos, así como de los pueblos indígenas en proporción a su demografía. Ello ya que las elecciones de integrantes de la Convención que se elija serán realizadas bajo sufragio universal con el mismo sistema electoral que rige en las elecciones de diputados. Lo segundo es el quorum de dos tercios que el acuerdo establece para la aprobación del texto constitucional, previo a ser sometido a ratificación por la ciudadanía. Se trata de un quorum, que si bien no es infrecuente en procesos constituyentes comparados, incluyendo en países de la región, es muy elevado, lo que podría dificultar la inclusión de demandas ciudadanas fundamentales, como la protección efectiva de los derechos económicos sociales y culturales. Dicho quorum también podría dificultar el reconocimiento de la plurinacionalidad y derechos de pueblos indígenas.
Sin lugar a dudas el contexto actual también abre un importante desafío para los pueblos indígenas de Chile, quiénes jamás han sido reconocidos en ningún texto constitucional y que históricamente has sido privados del ejercicio de su derecho a la libre determinación bajo la figura de un Estado Unitario, el que se ha construido bajo la máxima de Chile: un Estado, un Pueblo, una Nación, desconociendo de esa forma la condición de sujetos de derechos colectivos de los demás pueblos que habitan el territorio nacional.
Es desde ese desconocimiento excluyente estructural que el Estado de Chile ha tenido hacia los pueblos indígenas que las actuales movilizaciones sociales y la demanda por una Asamblea Constituyente ponen en el tapete la necesidad de replantear la forma de relación del Estado con los pueblos indígenas. Es así como en el contexto de la protesta social diversos actores indígenas han reforzado la demanda de reconocer a Chile como un Estado Plurinacional12, o derechamente la realización de una Asamblea Constituyente Plurinacional13, mediante la cual se avance en resolver temas que históricamente han sido reivindicados por los pueblos indígenas como el derecho a la libre determinación y a la autonomía, al territorio y sus recursos naturales, o el derecho a decidir sus prioridades en materia de desarrollo, entre otros.
Un elemento clave para materializar tan importante desafío de refundar la forma de relación de los pueblos indígenas con el Estado es la participación política de éstos en el proceso constituyente. Ella resulta fundamental teniendo presente que, de acuerdo al derecho internacional que les es aplicable (Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas) a estos pueblos también les asiste el derecho de libre determinación. En el caso de Chile, además, dicha participación resulta fundamental además tomando en cuenta la demografía de estos pueblos, la que al 2017 alcanzaba el 12. 8% de la población total del país, y al hecho que quienes los integran se encuentran entre sectores social y políticamente más excluidos. Al menos en cuatro países de la región – Colombia, Bolivia, Ecuador y Venezuela- los procesos constituyentes contaron con un involucramiento y participación activa de los pueblos indígenas.14
La participación indígenas en el proceso constituyente, sin embargo, genera diversos desafíos a resolver en forma previa, como por ejemplo: ¿de que forma participarán los pueblos indígenas en el proceso electoral de los de los miembros de la Asamblea Constituyente?, ¿será a través de escaños reservados?, ¿será a través de un padrón electoral indígenas proporcional al porcentaje de población indígena de Chile?
Se trata de materias centrales para asegurar una adecuada participación e inclusión de pueblos indígenas en el proceso constituyente, las que no fueron consideradas en el mencionado Acuerdo. Desde esa perspectiva es que el mayor desafío que dicho proceso plantea para los pueblos indígenas es el de aglutinar fuerza social y movilización social mediante las cuales puedan hacer exigencia a la clase política y a la ciudadanía sus legítimas demandas.
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1- Instituto Nacional de Derechos Humanos, 14 de noviembre de 2019, disponible haciendo click.
2- Misión integrada, entre otros, por representantes de FIDH, OMCT, Artículo 19, e IWGIA (a través de Perú Equidad). Informe preliminar de 1 de noviembre de 2019 disponible haciendo click
3- Ibid.
4- Ibid.
5- Informes disponible haciendo click
6- Se calcula que en dichas manifestaciones han participado millones de personas. Solo en una manifestación masiva y pacífica celebrada en Santiago el 26 de octubre de 2019 se estima participaron 1.2 millones de personas, y en el resto del país el mismo día otro millón.
7- Dichas demandas han sido levantadas por entre otros, el partido mapuche Wallmapuwen, y por la Asociación de Municipalidades con Alcalde Mapuche (AMCAM). Ver Aylwin, José y José Marimán (2017). Proceso constituyente en Chile: Análisis crítico desde la perspectiva de los derechos humanos y de la plurinacionalidad. Disponible haciendo click.
8- Texto Acuerdo disponible haciendo click.
9- Unidad Social, noviembre 16 de 2019, disponible haciendo click
10- Declaración de Chile Sustentable, 17 de noviembre de 2019, disponible haciendo click.
11- El Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución no es una trampa. Declaración de 244 profesores de derecho y ciencia política. CiperChile, 18 de noviembre de 2019. Disponible haciendo click
12- Entre ellos Adolfo Millabur, alcalde de Tirúa. Dispoible haciendo click , el intelectual mapuche Sergio Caniuqueo. Disponible haciendo click
13- Como por ejemplo la Comunidad de Historia Mapuche: acá , o el intelectual mapuche Claudio Alvarado Lincopi: acá
14- Aylwin, José y José Marimán (2017), op. cit. Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (2015). Mecanismos de cambio constitucional en el mundo Análisis desde la experiencia comparada. Disponible haciendo click
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