In Opinión

José Aylwin, codirector Observatorio Ciudadano

El debate constituyente está instalado. Tras años de movilización y demanda ciudadana, la necesidad de un proceso que dote al país de una nueva constitución política, y la asamblea constituyente (AC) como mecanismo para su elaboración, demanda que muchos han intentado silenciar, y que sigue incomodando a quienes detentan el poder económico y al poder político vinculado a este, llegó a La Moneda, al Congreso Nacional, a los partidos políticos y a todos los medios de comunicación.

Fue la crisis generada por la visibilización de una realidad largamente denunciada pero hasta ahora no abordada –el financiamiento de la política por los grupos económicos, y la corrupción en altas esferas– la que dejo en evidencia ante el país la falta de credibilidad en la institucionalidad vigente, y la necesidad urgente del cambio constitucional para recuperar dicha credibilidad.

El reciente anuncio de la presidenta Bachelet tras recibir el Informe del Consejo Asesor Anticorrupción fijando el mes de septiembre de este año para el inicio de “proceso constituyente”, proceso según ella “deberá desembocar en la Nueva  Carta Fundamental, plenamente democrática y ciudadana, que todos merecemos”, no puede sino ser entendido en esta perspectiva. Aunque en sus anuncios Bachelet sigue manteniendo la ambigüedad de su programa gubernamental respecto al mecanismo a utilizar para estos efectos, limitándose a señalar que estos serían “abiertos a la ciudadanía a través de diálogos, debates, consultas y cabildos”, asumió que estamos frente a un proceso de carácter “constituyente”, cuestión de gran relevancia.

Las resistencias a la AC  como mecanismo para el anunciado proceso constituyente, como sabemos, no son menores. No debe extrañarnos que el mundo empresarial y los medios de comunicación que representan sus intereses, en particular el Mercurio, hayan iniciado una campaña del terror y de desprestigio al respecto, asociando las asambleas constituyentes al caos político y a la crisis económica, cuestión por cierto carente de todo fundamento como la experiencia internacional demuestra. Al cuestionamiento a la AC como el mecanismo más democrático y adecuado se han sumado, sin mucho más argumentos que el que este no está previsto en la constitución, sectores de la Nueva Mayoría, a través de personeros tan relevantes como el Ministro del Interior Jorge Burgos, el senador Andrés Zaldivar, o el asesor comunicacional Eugenio Tironi, proponiendo otros mecanismos alternativos que evidencian su desconfianza en la ciudadanía, y que son característicos de democracias de baja intensidad. En contraste con ello, la bancada por la AC, compuesta en su gran mayoría por congresistas de la Nueva Mayoría, promovió –con el apoyo de 60 diputados– un proyecto de reforma constitucional para otorgar al ejecutivo la facultad de llamar a un plebiscito para cambiar la constitución. En el mismo plebiscito la ciudadanía debería permitir definir si la AC u otro es el mecanismo para ello, pre rogativa que la constitución actual –como sabemos– no le otorga.

La decisión sobre el mecanismo para el cambio constitucional, sin embargo, no puede quedar solo en manos de los dos bloques políticos hoy tienen prácticamente el monopolio de la representación parlamentaria, al amparo de una institucionalidad impuesta y excluyente –la constitución de 1980 y su entramado legislativo– que ha generado la crisis política y ética que hoy se pretende enfrentar. Tampoco, no obstante su elección por sufragio popular, puede quedar solo al arbitrio de la presidenta. Ello dado que nos concierne a todos y a todas los cuidadanos, quienes en última instancia detentamos la soberanía y seremos regidos por la constitución que emane del proceso constituyente en curso.

La normativa internacional de los derechos humanos, así como su interpretación autorizada por los órganos de tratado, entrega elementos que deben ser tomados en consideración para una decisión en torno al mecanismo para la elaboración de una nueva constitución. La AC encuentra su fundamento en la concepción de que la soberanía reside en el pueblo –o los pueblos cuando en un estado conviven varios pueblos– y este tiene el derecho a dotarse de una constitución. Se trata de una concepción consistente con el derecho a la libre determinación reconocido a estos pueblos en el artículo 1 común de los Pactos Internacionales de Naciones Unidas sobre Derechos Civiles y Políticos y Económicos Sociales y Culturales de Naciones Unidas, en virtud del cual estos determinan libremente su condición política, económica y social. El Comité de Derechos Humanos de la ONU ha subrayado la importancia que no solo las constituciones, sino también los procesos a través de los cuales estas se generan, tienen en la materialización de la libre determinación de los pueblos. Ello al señalar que este derecho está relacionado con “los procesos constitucionales y políticos que permiten en la práctica su ejercicio”, procesos que por lo mismo deberían ser descritos por los Estados Partes en sus informes (Observación General N° 12).

Las AC como mecanismos para la elaboración de una constitución deben ser entendidas no solo como instrumentos jurídicos, sino también como procesos a través de los cuales se pueden construir acuerdos o pactos sociales que tienen por objeto asegurar la convivencia democrática de una sociedad (Ghai, 2006). Las experiencias de las AC a través de las cuales, en la gran mayoría de los casos, se ha logrado construir acuerdos sociales que han dado estabilidad a los estados se remontan a la revolución francesa (1789) y la independencia de Estados Unidos (1787). También han sido comunes en los procesos constitucionales europeos desde la posguerra (Alemania 1949, España 1978), así como en el constitucionalismo latinoamericano de las últimas tres décadas (Brasil 1988; Colombia 1991; Ecuador 1998 y 2008; Bolivia 2009, Venezuela 1999).

Las alternativas propuestas por los detractores de la AC para impulsar el proceso constituyente no se sostienen a la luz de la normativa y de la doctrina de los derechos humanos. En efecto, dadas las limitaciones al derecho de participación política establecidas por el sistema electoral binominal recientemente reformado, pero que determina hasta ahora la composición de ambas cámaras, no es sostenible proponer que la redacción de una nueva constitución sea entregada a una comisión bicameral del Congreso Nacional. Los parlamentarios, tampoco la presidenta, no pueden ignorar la desconfianza que la ciudadanía tiene del legislativo, desconfianza que, de acuerdo a un reciente informe de PNUD (2014) sobre Auditoria a la Democracia, alcanza –dependiendo de las encuestas– a entre un 13 y un 21% de la ciudadanía. Tampoco parece sostenible proponer que sea un equipo de expertos el que elabore la nueva constitución. Si la crisis de la institucionalidad está determinada en parte por la percepción fundada de la ciudadanía de haber estado excluida de las instancias que toman decisiones que les conciernen, esta no parece tampoco una opción viable. Por otro lado, las consultas a través de cabildos ciudadanos u otros mecanismos, si bien más incluyentes que las anteriores alternativas propuestas, se enfrentan a varios dilemas. ¿Quien representa a la ciudadanía en estas consultas o cabildos? ¿Quién y como se hacen dichas consultas? ¿Cuál es la fuerza jurídica de sus decisiones? Este mecanismo se enfrenta además, al dilema de la ratificación por la soberanía popular no considerado en la constitución política. Cabe preguntar a este respecto, si se quiere consultar a la ciudadanía sobre el contenido de una nueva constitución elaborada mediante estos mecanismos ¿porque no se le pregunta primeramente en cambio a través de un plebiscito si quiere una nueva constitución y cual es el mecanismo de que esta quiere dotarse para su elaboración?

Son estos algunos de los dilemas que en esta materia enfrenta el gobierno, y los partidos de la Nueva Mayoría que lo respaldan, y que deberán ser dilucidados en los próximos meses si se quiere que el proceso constituyente contribuya efectivamente a construir un nuevo pacto social incluyente, que devuelva al Estado y a sus instituciones la credibilidad que en una democracia debe tener. También los sectores que han promovido la AC enfrentan dilemas no menores. La dispersión que ha sido característica de los movimientos que apoyan la apoyan, los protagonismos, el elitismo y el centralismo de su dirigencia, deben dar paso a la construcción de un movimiento más sólido, más coherente e incluyente en su discurso y práctica, al menos pretenden tener un peso político que contrarreste el de los detractores de este mecanismo, cuyo acceso a instancias de poder y a los medios de comunicación es significativamente mayor.

Otro desafío del movimiento AC será el incluir a sectores que hasta ahora han estado ausentes de este proceso. Me refiero a, entre otros, jóvenes, pensionados, trabajadores o desempleados, u otros sectores que no ven una relación directa entre su situación de exclusión, discriminación, empobrecimiento, y la institucionalidad impuesta a través de la constitución de 1980, y por lo mismo  no consideran su cambio como prioritario, poniendo muchas veces el énfasis en sus demandas sectoriales. Una referencia especial cabe hacer en este sentido a los pueblos indígenas, que por razones demográficas –constituyen cerca del 10% de la población–, y por razones de justicia –han estado históricamente y hasta hoy excluidos de todo reconocimiento por la carta fundamental– no pueden estar ausentes de este proceso.

En efecto, las organizaciones representativas de estos pueblos, en particular del pueblo mapuche, que luego del término de la dictadura fueron las primeras en movilizarse en contra de las implicancias adversas que esta institucionalidad tuvo para sus comunidades, las que entre otras han incluido la apropiación de sus tierras y recursos naturales por empresas nacionales y extranjeras, la marginación y exclusión política, económica y social, la represión y la persecución judicial de sus líderes. Con todo, y a diferencia de lo ocurrido en otros contextos de América Latina, donde los pueblos indígenas fueron artífices de los procesos constituyentes, participando activamente de las AC en la construcción de las bases de una nueva convivencia interétnica, en nuestro país, salvo algunas excepciones como la del partido mapuche en formación Walmapuwen, o el movimiento Identidad Lafkenche, que han adherido explícitamente a la AC, estos –por distintas razones– no lo han hecho, al menos en forma mayoritaria.

Las transformaciones logradas por los movimientos indígenas en Colombia, Ecuador y Bolivia a través de su involucramiento en los procesos constituyentes vía AC, expresadas en nuevas constituciones, no pueden ser ignoradas. Dichas constituciones, junto con reconocer la existencia y derechos de estos pueblos, pusieron término –al menos en los casos de Bolivia y Ecuador– al “estado nación” excluyente construido en la región durante el siglo XIX. Ello al reconocerse en ellas la existencia de una pluralidad de naciones, y de sus derechos colectivos, entre ellos los de libre determinación y la autonomía. También al proponerse en ellas interculturalidad como la forma de relación entre los pueblos diversos que habitan en su interior, incorporando  como deber del estado la promoción de paradigmas culturales propios de los pueblos indígenas, como el “buen vivir”, cuestionando los paradigmas del desarrollo que por largo tiempo han orientado la acción del estado en la economía.

El involucramiento de los pueblos indígenas en el movimiento AC no solo requeriría de una convicción por parte de sus organizaciones representativas de que el proceso constituyente a través de esta vía es conducente para el logro de la trasformación del Estado chileno para dar cuenta de la plurinacionalidad que en el existe y de los derechos colectivos que les corresponden, sino que también de una apertura de los movimientos constituyentes para entender que en este proceso no solo tiene cabida el pueblo chileno, sino también los otros pueblos que aquí convivimos. De no ser así, difícilmente vamos a lograr transformar e Estado mono étnico y monocultural, excluyente de la diversidad, en que hasta ahora nos rige.

Estos son algunos de los desafíos no menores que plantea el “proceso constituyente” para los distintos actores. Esperamos sean asumidos.

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