In Opinión

En días pasados escuchaba una antigua canción de Silvio Rodríguez cuya letra daba cuenta de los vientos de cambio que soplaban en América Latina en los años 80.  Refiriendo a los procesos políticos y sociales en favor de los sectores más desposeídos y marginados, entonces presentes en varios países de la región, la canción decía: “El tiempo está a favor de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados…”.

Lejos de idealizar a Rodríguez, a quien como muchos en mi generación escuché apasionada y clandestinamente en dictadura, pero cuya posición respecto a políticas reñidas con los derechos humanos del régimen autoritario cubano no siempre ha sido coherente, la letra de su canción me llamó la atención e hizo reflexionar sobre los recientes vaivenes del tiempo político y sus implicancias para los pueblos, tanto a nivel global como en Chile.

Efectivamente, lejos parecen estar aquellos días en que los énfasis de los procesos políticos y sociales estaban puestos en los desprotegidos, los desfavorecidos, en los excluidos de cualquier tipo. Por el contario, la balanza se inclina brutalmente a favor de los poderosos, de aquellos que creen en el poder del dinero, y lo usan de cualquier forma –legal e ilegal– para mantenerlo; de aquellos que se niegan a cualquier transformación que pueda amenazar sus privilegios; de quienes creen, y de diferentes maneras, usan el poder de las armas –o a las fuerzas que las detentan– para defender dichos privilegios; de aquellos que viven encerrados en sus guetos asustados de los pobres; de quienes se niegan a cambiar sus formas de vida aun a sabiendas que son inconsistentes con la vida.

Se trata, lamentablemente, de un fenómeno global. En efecto, valiéndose de sus influencias, de sus partidos políticos, sus asociaciones gremiales, sus corporaciones, sus medios de comunicación, quienes detentan el poder económico han pasado a controlar la agenda política en muchos estados en las distintas regiones del planeta.

Así, han pasado a gobernar en no pocos países de Europa, intentado desde allí deconstruir los estados sociales de la segunda mitad del siglo XX que posibilitaron niveles de equidad y bienestar sin precedentes. Estados Unidos, a pesar de su gobierno demócrata, impulsa una estrategia político militar no muy diferente de la de gobiernos anteriores a objeto de mantener su hegemonía global; política que, lejos de favorecer a los millones de pobres y migrantes que allí viven, favorece la industria bélica de los poderosos de ese país. Putin y sus corruptos amigos empresarios gobiernan Rusia de manera despótica, aplacando cualquier rebelión interna. La mantención o recuperación las antiguas hegemonías rusas y/o soviéticas, a cualquier costo, parece ser su preocupación central.

En el caso de América Latina, y como consecuencia del cansancio de las últimas décadas con los gobiernos conservadores, autoritarios y excluyentes, controlados por las élites económicas, los que en muchos casos resultaron en la “captura corporativa de los estados”, han emergido gobiernos progresistas que se han propuesto transformaciones que apuntan en la perspectiva de lograr mayor justicia social, el respeto por la diversidad étnica y cultural, desafiando de paso las estructuras de clase arraigadas desde nuestro pasado colonial.

Un fenómeno común a todos estos gobiernos, sin embargo, ha sido el de los obstáculos que las élites económicas han puesto a todo intento de cambio social y de construcción de sociedades más igualitarias. Haciendo usos de su poder de lobby, de los medios de comunicación de los que son propietarios, y de otros mecanismos más primarios –como golpes de Estado como el de Bolivia– dichas élites han boicoteado toda posibilidad de materializar los proyectos de cambio institucional o político que promuevan mayores niveles de igualdad.

Chile es un dramático ejemplo de ello. Como sabemos, el hastío con las desigualdades, los abusos corporativos, la corrupción, la apropiación de los bienes comunes, gatilló el estallido social de 2019, una de cuyas consecuencias más relevantes fue el impulso a un proceso para dotarnos de una nueva Constitución que pusiera fin a la de 1980 y estableciera reglas de convivencia social más justas y democráticas.

En paralelo, la ciudadanía eligió a un gobierno de centroizquierda liderado por un Presidente que se propuso avanzar en una agenda de cambio político, económico y social que permitiese revertir las inequidades hasta ahora existentes, establecer las bases de nuevas formas de convivencia más respetuosas de la diversidad, y hacer posible una vida buena para tod@s. A poco camino de ello, sin embargo, hemos visto cómo el poder de la élite conservadora que concentra la riqueza del país se ha vuelto a apropiar de la agenda pública torpedeando toda iniciativa gubernamental que apunte en la dirección antes señalada.

Demostrativo de ello ha sido el rechazo por parte de los partidos que representan sus intereses a la idea de legislar en el Congreso Nacional una Reforma Tributaria propuesta por el gobierno. Dicha propuesta consideraba la reestructuración del impuesto a la renta, el combate a la elusión y evasión fiscal –al oponerse a esta última reforma de paso se delatan– y consideraba un impuesto a la riqueza.

Con la reforma se pretendía financiar políticas sociales para reducir las abismantes brechas socioeconómicas hasta hoy existentes en el país. En la misma línea, dichos partidos han dilatado y obstaculizado la iniciativa de gobierno para la reforma del sistema de pensiones de capitalización individual vigente, proponiendo la creación de un sistema mixto de pensiones, con la participación del sector público y privado, en que las personas –a diferencia de ahora– tendríamos la libertad de elegir quien gestiona nuestros ahorros.

A ello se agregaba el aumento de la Pensión Garantizada Universal con financiamiento de cargo de recursos de la Reforma Tributaria, el otorgamiento de un nuevo seguro social con financiamiento de empleadores, y la regulación de las comisiones del sistema de capitalización individual.

La necesidad de la reforma se hace evidente si se tiene presente que, mientras las AFP hoy acumulan nuestros ahorros previsionales cautivos equivalentes a US$ 235 mil millones, que representan el 74% del PIB (y desde su creación a la fecha han acumulado ganancias por US $ 12 mil millones). En contraste con ello, el 72% de las pensiones emanadas de estas entidades son inferiores al salario mínimo y uno de cada cuatro jubilados y jubiladas recibe una pensión que está por debajo de la línea de la pobreza.

A ello se agrega la negativa de los mismos partidos y de los gremios de los empresarios de la salud a avanzar en una legislación que permita profundizar el sistema de salud público –en parte sub financiado por el sistema de salud privado de salud hoy también en crisis por cobros excesivos y por establecer aranceles discriminatorios–, sistema público que atiende a casi el 80% de la población, y cuyas listas de espera son aberrantes.

No puede dejar de mencionarse, por último, la reciente imposición por los mismos sectores de legislación (Ley Nain-Retamal) y de una agenda de seguridad que, aunque necesaria de abordar ante los nuevos fenómenos de inseguridad comunes a la región latinoamericana hoy presente en Chile, fortalece el uso de las armas por las fuerzas policiales, poniendo en peligro estándares internacionales de uso proporcional de las armas, en desmedro de la seguridad humana.

No son pocos los factores que explican esta lamentable realidad.

Determinante en ello fue la derrota que los sectores progresistas sufrimos en la etapa anterior del proceso constituyente en el plebiscito de septiembre pasado. Los errores que en dicho proceso cometimos, al confiarnos en nuestra mayoría en la Convención Constitucional y al no comprender que las constituciones no son el espacio para plasmar utopías (en este caso las nuestras) sino para establecer las bases consensuales de una convivencia democrática que nos permita transitar institucionalmente hacia ellas, permitieron a los grupos de poder conservadores mantener vigente las reglas de la Constitución del 80.

Ello no solo les ha permitido imponer las reglas de la nueva etapa del proceso constituyente, hoy en desarrollo, con bordes temáticos y mecanismos de elaboración constitucional reñidos con derechos humanos básicos (como la libre determinación y la participación política), sino además mantener plenamente vigente el poder de veto que por décadas la derecha ha ejercido para impedir transformaciones jurídico-políticas que amenacen sus privilegios.

Si a esta realidad agregamos otros fenómenos como la manipulación de los medios de comunicación por los grupos empresariales, la inexperiencia política de nuestras jóvenes autoridades, el temor que estas tienen en entorpecer las inversiones de los mismos grupos en el contexto de una economía en lento proceso de recuperación luego de la pandemia, y ante la crisis global generada por la guerra de Ucrania, tenemos la combinación perfecta que explica el actual escenario de grotesco control de la agenda pública por parte de la derecha política y empresarial.

No podemos, sin embargo, dejar de identificar, lecciones frente al desalentador contexto aquí descrito. Si hay algo que la historia nos demuestra es que ella no es lineal, que permanentemente tiene vaivenes, oscilaciones, ciclos, avances y retrocesos.

No obstante ello, en la perspectiva del tiempo avanza nítidamente en una dirección. Como lo señalan autores tan reconocidos como Thomas PikettyNoah Harari, entre otros, a pesar de los muchos y críticos problemas que hoy enfrenta la humanidad, la historia apunta claramente, en particular en las últimas décadas más que en cualquier otra etapa de la historia, hacia el logro de mayores niveles de igualdad entre los seres humanos. Como señalan los mismos autores, ello no ha sido una dádiva de los sectores que detentan el poder económico y político, sino consecuencia de las luchas de los sectores oprimidos por los primeros.

Quienes pensamos que ello no es suficiente, y que se requiere avanzar mucho más sostenidamente para poner término a las marginaciones y discriminaciones de todo tipo que aún persisten en nuestras sociedades, debemos aprender de nuestros errores, evitando dar pasos en falso.

En el caso de Chile, tales errores han permitido a quienes buscan la defensa de sus intereses por sobre el bien común, mantener y fortalecer sus posiciones de poder, haciéndonos retroceder décadas en nuestra historia.

Los sectores conservadores relacionados a los grupos empresariales que hoy parecen estar embobados con la posición de poder que han recuperado, por su parte, no pueden tampoco dejar de mirar la historia. Ellos no pueden sino saber que la mantención de sus privilegios a toda costa (además de insustentables en un mundo en crisis ambiental como aquel en que vivimos) no se prolongará a perpetuidad en el tiempo.

Pese a que hoy estén triunfantes, la persistencia de sociedades desiguales con certeza generará nuevos procesos políticos y sociales, nuevos estallidos sociales, posiblemente con más fuerza que en 2019, en que los excluidos del poder volverán a exigir la dignidad y los derechos que les corresponden.

Aunque quienes creemos que la legitimidad de la democracia está en la igualdad, en la justicia, y no en el poder del dinero, hoy en Chile estemos pesimistas, aunque veamos el panorama de color gris, aunque las tendencias globales por el momento no nos favorecen, no podemos perder la esperanza.

Tengamos la certeza de que, si aprendemos de las experiencias vividas en los últimos años, al menos en el limitado contexto de nuestro país, más temprano que tarde el tiempo volverá a estar a favor de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados…

José Aylwin Oyarzún
Abogado. Integrante del Observatorio Ciudadano.

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