In Opinión

Paulina Acevedo Menanteau

La Presidenta de la República promulgó finalmente ayer, 11 de noviembre, la ley que tipifica el delito de tortura en el país, algo que desde hace años le ven siendo exigido al estado chileno por distintos órganos de tratado de Naciones Unidas.

Lo hace en una fecha simbólica. El mismo día en que 33 años atrás el obrero Sebastián Acevedo se inmolara a lo bonzo frente a la catedral de Concepción exigiendo que la CNI, el aparato de inteligencia que hizo de la tortura una práctica sistemática durante la dictadura, le devolviera a sus hijos a los que había secuestrado. Años más tarde, se crearía un movimiento que adopta su nombre para combatir la tortura en Chile.

Se trata sin lugar a dudas de una noticia valorable, y largamente esperada. Pero en un país con una transición hecha a la medida de lo posible y lleno de incongruencias, la impunidad de la tortura –la pasada y la reciente– no cesa con una ley y menos aún sin que existan los mecanismos que la prevengan.

Llama la atención, por ejemplo, que los mismos parlamentarios que se mostraron tan favorables a hacer de la tortura un delito entregando su voto para aprobar esta ley, se pronunciaran solo algunos meses atrás en contra de levantar el inadmisible secreto impuesto por 50 años a los testimonios y hechos denunciados por víctimas de prisión política y tortura en el marco de la Comisión Valech, disposición nefasta que perpetúa la impunidad de los perpetradores de estos ignominiosos actos. Y que debido al voto en contrario el pasado 31 de agosto de los diputados PS Juan Luis Castro y Marcelo Schilling, de los PPD Marco Antonio Núñez, Guillermo Ceroni y Joaquín Tuma, del independiente Pepe Auth, y a las abstenciones de Daniel Farcas y Ramón Farías, ambos del PPD, y del DC Pablo Lorenzini, continúa lastimosamente vigente, restringiendo el acceso a cualquier “persona, grupo de personas, autoridad o magistratura” a una información esencial para avanzar en justicia y garantizar la no repetición.

Contradictorio resulta a su vez que a pesar del importante paso adelante que implica la nueva ley promulgada, aprobada con 103 votos a favor por la Cámara de Diputados, Chile no posea aún un Mecanismo de Prevención para la Tortura, como también le viene siendo representado al estado, proceso que hace algunos años fue encargado al Instituto Nacional de Derechos Humanos y que ayer se avanzó a que tuviera el carácter de “anuncio”.

Finalmente, y no menos importante, son las medidas de reparación. Según las cifras aportadas por el segundo informe –que se suman al primero­­– de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (conocida como Comisión Valech), son más de 40 mil las personas las que padecieron estas prácticas por parte de agentes estatales, que de acuerdo a la nueva ley enfrentarían penas de hasta 10 años, en juicios que serán llevados adelante por la justicia ordinaria y ya no bajo la jurisdicción de la judicatura militar. No obstante, las agrupaciones de ex presos políticos vienen desde hace años exigiendo pensiones más ajustadas a la gravedad de los hechos, llegando incluso a extensas huelgas de hambre para hacer valer sus derechos.

Actualmente, se encuentra en discusión un proyecto de ley para hacerse cargo de estas demandas reparatorias, pero sin ningún tipo de urgencia por parte del ejecutivo, por lo que es de esperar que en beneficio de un abordaje integral de estas materias y en esta ocasión bajo un actuar consecuente con los avances que se anunciaron el día de ayer, el Congreso concluya su periodo legislativo con esta ley aprobada y que en ella se recojan todas las propuestas de las víctimas de tortura con quienes se mantiene una histórica deuda.

La tortura seguirá siendo un pendiente de la democracia, parcial e inclusa, que hemos construido a más de un cuarto de siglo del fin fáctico de la dictadura si no avanzamos en derogar el secreto, crear los mecanismos de prevención e instituir reparaciones que verdaderamente se correspondan con el daño causado. De no ocurrir nada de lo anterior, la tipificación del delito de tortura será meramente una justiciabilidad de hechos. Una ventana que se abre, pero que no da paso a cerrar definitivamente las puertas a la tolerancia de estos actos vejatorios de la dignidad humana. Una medida que simbólicamente se entronca con el arrojo de Sebastián Acevedo y el movimiento que propició su acto desesperado, pero que no honra su muerte con un nunca más.

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