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ONGs y democracia ambiental bajo ataque: La arremetida de El Mercurio

Por: Felipe Guerra y Tanya Hirsch, publicado en Interferencia.

En septiembre de 2024, El Mercurio presentó un nuevo proyecto periodístico: “Crónica para el Futuro”, el cual contaría con un equipo a cargo de un podcast emitido por Emol y una sección de alrededor de 10 páginas impresas, con frecuencia quincenal, para dar cuenta de “los principales problemas que lastran el desarrollo del país… e identificar nuevos desafíos y posibles soluciones”.

En la presentación del nuevo suplemento, el periódico de Edwards rememora sus casi 200 años de historia recogiendo lo que considera los principales problemas y anhelos del país, señalando que “quizás el más evidente de estos últimos ha sido el anhelo por hacer de Chile un país desarrollado”, y declara como objetivo contribuir al debate público “en tiempos en que la expectativa de alcanzar el desarrollo parece extraviada”.

El pasado 16 de mayo, El Mercurio dedicó las 12 páginas del suplemento “Crónica para el Futuro” a un ataque frontal contra el rol que desempeña la sociedad civil en la profundización democrática y la defensa del interés público, disfrazado de un reportaje sobre evaluación ambiental y paralización de proyectos de inversión. Incluye incluso una lista de propuestas para solucionar este “obstáculo” al desarrollo nacional. No se trata de un caso aislado ni de una simple expresión editorial: forma parte de una ofensiva ideológica más amplia, que se despliega en diversas latitudes, donde sectores empresariales, conglomerados mediáticos y movimientos políticos autoritarios articulan estrategias coordinadas para desacreditar, debilitar e incluso criminalizar la acción de las organizaciones sociales.

En el caso chileno, El Mercurio y holding de medios de comunicación especializados como Oceans Media -que curiosamente han publicado los mismos artículos de Crónicas para el Futuro como si fueran propios (¿lo serán?)- construyen una narrativa que presenta a las ONG ambientalistas como responsables de la desaceleración económica, sin mencionar los efectos que pudieran tener en ella una cultura normalizada de malas prácticas empresariales, planificación deficiente e incumplimientos normativos. Bajo el lenguaje de la “permisología” y la “obstaculización” se busca instalar la idea de que quienes exigen evaluaciones rigurosas, participación informada y respeto a los derechos indígenas son un lastre para el desarrollo. Se omite —no por ignorancia, sino por decisión política— que estas organizaciones cumplen una función esencial: vigilar que los proyectos cumplan con los estándares legales, sociales y ambientales que nuestra propia institucionalidad exige, velando por el respeto a los derechos humanos.

Más aún, el suplemento incurre en una grave inconsecuencia. Mientras lanza sospechas sobre el financiamiento y legitimidad de ONG ambientalistas, otorga amplia tribuna a representantes de fundaciones como Pivotes, creada por uno de los empresarios más influyentes del país para intervenir deliberadamente en el debate público desde los intereses del gran capital. ¿Por qué una ONG fundada por un empresario es legítima y otra impulsada por comunidades o profesionales independientes no lo es? Este doble estándar no es inocente: responde a una lógica que busca marginar del debate a todo actor que cuestione el modelo extractivista dominante.

Lo que se busca con proyectos periodísticos como este es deslegitimar a las organizaciones de la sociedad civil, preparando el terreno para justificar iniciativas legislativas regresivas. En Chile, sectores empresariales y políticos están promoviendo proyectos de ley orientados a restringir la labor de las ONG —especialmente aquellas que defienden derechos humanos, territoriales y ambientales—, siguiendo una lógica muy similar a la “ley anti-ONG” actualmente en discusión en Perú, que exige el registro y supervisión estatal de todas las actividades de cooperación internacional. Paradójicamente, estas propuestas replican mecanismos de control institucional que caracterizan a gobiernos autoritarios como los de Venezuela o Nicaragua, los mismos que estos sectores no dudan en criticar cuando les conviene políticamente.

En lugar de avanzar hacia mayores restricciones, Chile debiese reforzar su compromiso con la democracia ambiental y la participación ciudadana, como lo establece el Acuerdo de Escazú, que garantiza el acceso a la información, la participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y la protección de quienes defienden el medio ambiente. Deslegitimar a las organizaciones que cumplen ese rol no solo contraviene este compromiso, sino que erosiona activamente los pilares de una democracia pluralista y deliberativa.

Lo preocupante es que este patrón no es exclusivo de Chile. En distintos países —desde Brasil hasta Hungría, desde El Salvador hasta India— gobiernos de extrema derecha y movimientos políticos de corte fascista han impulsado estrategias para debilitar las formas de organización de la sociedad civil. Se trata de una ofensiva sistemática: limitar financiamiento, exigir registros absurdos, hostigar judicialmente, infiltrar espacios comunitarios o, como en este caso, instalar sospechas desde los grandes medios. Todo ello con un objetivo claro: eliminar cualquier contrapeso social que pueda incomodar al poder económico y político.

Frente a este panorama, es fundamental reafirmar una convicción básica: las organizaciones de la sociedad civil no son un obstáculo para el desarrollo ni una traba para la democracia. Son, por el contrario, una condición necesaria para su existencia. Son las que levantan la voz cuando se vulneran derechos; las que acompañan a comunidades invisibilizadas; las que promueven debates críticos donde otros solo ven números y rentabilidad.

La democracia no se fortalece acallando a quienes disienten, sino garantizando que todas las voces —especialmente las más incómodas— tengan un lugar en el espacio público. Hoy más que nunca, defender a las ONG es defender el derecho de las personas a organizarse, a fiscalizar al poder y a imaginar futuros distintos. Y eso, en tiempos de repliegue autoritario, es un imperativo ético y político que no podemos eludir.

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