In Opinión

Por José Aylwin(*) y Sara Aylwin.

Otra persona muere víctima del abuso de carabineros. Esta vez fue Francisco, un artista callejero que vivía en Panguipulli. Se trataba de un joven en situación de calle, pacífico y respetuoso  −como lo describió el Alcalde de esa comuna−  quien, al igual que muchos jóvenes marginados por nuestra sociedad, se ganaba la vida en la vía pública con su arte.

Un control de identidad efectuado por carabineros terminó con disparos, evidentemente desproporcionados, a quemarropa al cuerpo de Francisco, los que causaron su muerte inmediata.  Luego de los hechos, carabineros huyeron del lugar en una actitud que, además de cobarde, devela su culpabilidad.

No se trata de un hecho nuevo, sino de uno que se ha repetido por ya largos años en que las fuerzas policiales del Estado, cuya misión es proteger a la población civil, abusan del poder que les otorgamos, dañando la integridad y la vida de las personas.

Por largo tiempo dichos abusos ocurrieron en comunidades mapuche o en poblaciones marginales en los centros urbanos sin que muchos se enteraran, cuestión a la que los medios de comunicación, por cierto, contribuyeron.

Ya el 2008, organizaciones no gubernamentales impulsaron la campaña “Alto Ahí” denunciando los abusos cometidos por las policías en contra de estudiantes, trabajadores, niñas y niños, indígenas, entre otros, exigiendo justicia y reformas profundas a las policías. Los antecedentes de esta campaña fueron compartidos entonces, y en años posteriores, no solo con las autoridades de carabineros, sino con las autoridades civiles de las que dependen. Todas ellas parecen haber guardado estas denuncias en sus escritorios e hicieron poco o nada al respecto.

A contar del 2010 el INDH visibilizó la persistencia de esta realidad  recomendando a los órganos del Estado la adopción de reformas urgentes a las policías para proteger los derechos humanos vulnerados. Tales recomendaciones tampoco encontraron acogida. Como era de esperar, ante esta inacción del Estado, el comportamiento abusivo de estas instituciones −en particular de carabineros−  lejos de disminuir, se incrementó.

El estallido social de octubre de 2019 develó que las víctimas de la violencia policial ya no solo eran indígenas, sino que era toda la población civil. De acuerdo al Ministerio Público, a un año del estallido social de octubre de 2019 existían más de 8 mil víctimas de la violencia policial, de las cuales más de 6.500 corresponderían a carabineros.  Ellos incluían a 460 casos de personas que sufrieron trauma ocular provocado por disparos de carabineros y 257 casos de violencia sexual a manos de efectivos de la misma institución. El reciente caso del niño de 16 años que fue lanzado por un carabinero al cauce del río Mapocho en Santiago fue la gota que rebalsó el vaso.  Se trata de abusos que en gran medida han quedado impunes a la fecha. En contraste con ello, centenares de civiles han permanecido por largos períodos en prisión preventiva por hechos relacionados con la protesta social.

Nuevamente las autoridades civiles, en este caso el propio Presidente Piñera, permanecieron pasivos frente a esta realidad, haciéndose cómplices del actuar policial abusivo. Así, Piñera lejos de destituir al General Director de la institución, Mario Rozas, quien frente a las abrumadoras denuncias por los abusos entonces cometidos por carabineros asevero que nadie de sus filas sería apartado por tales hechos, lo mantuvo en sus funciones hasta su renuncia en noviembre pasado.

Ante esta realidad, ¿cómo nos podemos extrañar de la reacción ciudadana, de la destrucción del patrimonio público en Santiago y otras ciudades en el contexto de situaciones de abuso policial? ¿Cómo extrañarnos de la quema del municipio y otros edificios públicos en Panguipulli luego del asesinato de Francisco?

No hay que ser un especialista en salud mental para darse cuenta que detrás de ello hay una rabia largamente contenida, y que se expresa muchas veces de forma irracional.  Quienes escribimos este artículo estamos muy lejos de justificar, y menos promover, la violencia. Sin embrago, cabe preguntarse ¿quién es el responsable de que esto ocurra?  ¿Las personas que protestan y destruyen dichos inmuebles, o las autoridades cuya pasividad y tolerancia con los abusos policiales, que en este caso resultó en la muerte de Francisco?

Cabe entonces preguntarse, ¿cómo salimos de esto? Es evidente que hay que refundar carabineros.   Son numerosos los informes, comisiones, de entidades públicas y privadas que por años han constatado las irregularidades de esta institución y señalado la necesidad urgente de reformarla para adecuar su comportamiento a derechos humanos.

Pero el problema va mucho más allá de carabineros.  El problema de fondo que hechos como el  ocurrido en Panguipulli al que aquí hemos referido develan nuevamente que Chile está quebrado, está herido y debemos repararlo.

El proceso constituyente en desarrollo es una oportunidad única de repensar Chile, de refundar no solo las policías, sino sobre todo, las bases para una convivencia respetuosa entre las personas y entre los pueblos que habitamos este país con todas sus diversidades. Una convivencia que pueda poner término a las inequidades y abusos que nos han ido fracturado en el tiempo y que hoy se hacen insostenibles, como lo han sido las violencias, discriminaciones y exclusiones hacia las mujeres, disidencias, niñas, niños y adolescentes, migrantes, pueblos indígenas, personas en situación de discapacidad, personas en situación de calle y podríamos seguir señalando otros sectores, cada un@ con sus heridas.

Más allá de la nueva constitución, reparar la fractura de Chile, como ha ocurrido en el caso en muchas sociedades después de crisis profundas, será un proceso de largo aliento, que tomará tiempo, y por lo mismo, involucrará sobre todo a las nuevas generaciones. Ello incluye por cierto a todo@s  l@s  jóvenes, cualquiera sea su postura política,  su condición social,  física, mental, étnica o de género.

Serán las nuevas generaciones  −con nuevas miradas y perspectivas, con nuevos aires en la política y en las formas de relación humana− quienes tendrán el desafío, desde la diferencia, la diversidad y la apertura a través del diálogo, de hacer posible las transformaciones necesarias para la construcción de una sociedad más justa, más solidaria, más plural y menos individualista, menos clasista y menos patriarcal. Un país donde la vida de tod@s tenga el mismo valor, donde se pueda vivir sin estas heridas que afectan a nuestros cuerpos y almas, donde no se permita nunca más, que sucesos tan injustos como la muerte de Francisco, consecuencia del abuso de carabineros, se vuelvan a repetir.

* José Aylwin O., coordinador del programa Globalización y Derechos Humanos, Observatorio Ciudadano.

Opinión publicada originalmente en El Mostrador

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