Por Pablo Policzer y José Aylwin*
A diferencia de la mano dura, las políticas que entienden la seguridad ciudadana en forma más amplia incluyen temas como el desarrollo económico y la provisión de bienes públicos como la educación y la salud, la propiedad de la tierra, y en algunos casos el diálogo con grupos armados, que pueden ser aquellos con fines políticos o aun criminales. En este sentido el diálogo es simplemente una herramienta más en una gama amplia de políticas como las antes mencionadas. Por cierto, la solución a muchas de estas problemáticas con los grupos en conflicto con los Estados no es fácil. Pero no es necesario suspender la búsqueda de soluciones a problemas concretos, que forma parte de la política normal al momento de dialogar con actores armados. Hay una gama amplia de posibilidades entre la paz y la violencia, que no requieren ni que el Estado abdique al monopolio de la fuerza ni que suspenda la búsqueda de soluciones a problemas concretos.
El diálogo como estrategia política para alcanzar la paz y establecer nuevas relaciones entre el Estado chileno y el pueblo mapuche, se ha instalado como un tema del debate público luego de la elección de Gabriel Boric como Presidente. Esta estrategia, central en su programa de gobierno, recoge planteamientos que han sido formulados por largo tiempo por diversos sectores que entienden que el conflicto en las regiones de Biobío, La Araucanía y otras aledañas (denominada Wallmapu por los mapuche), dadas sus características históricas y etnoculturales, es de naturaleza esencialmente política. Dichos sectores han sostenido, sin ser escuchados hasta ahora, que este conflicto no puede abordarse a través de una estrategia exclusivamente penal y represiva, sea policial o militar, como ha sido privilegiado durante las últimas décadas por gobiernos de diferente signo, sino a través de un diálogo político.
La propuesta de diálogo hecha por el Presidente electo ha sido criticada por diferentes sectores. Por un lado, la Coordinadora Arauco Malleco (CAM) –que es una de las organizaciones que reivindica el uso de la fuerza en su lucha por los derechos del pueblo mapuche, en particular frente a las empresas presentes en su territorio de ocupación tradicional– ha reivindicado a “la violencia política como un instrumento legítimo de nuestra lucha, sea quien sea que esté gobernando”, desestimando deponer esta estrategia bajo el Gobierno de Boric. Por otro, frente a este contexto y a las primeras reacciones de personeros del Presidente electo, manteniendo la opción del diálogo con el pueblo mapuche, analistas influyentes como Carlos Peña han sostenido que no se puede dialogar con un grupo como la CAM, que reivindique el uso de la violencia y que “le dispute al Estado el monopolio de la fuerza».
El Mandatario electo, sin embargo, ha sido enfático en señalar que “nosotros vamos a dialogar con todos los que estén disponibles para llevar el camino de la paz”. Con ello no solo zanjó cuál es su posición al respecto, sino que salió al paso de los detractores del diálogo con sectores que usen la violencia, en la medida que estos también quieran alcanzar la paz, tan necesaria, en esta parte del país hoy convulsionada.
No obstante las aclaraciones del Presidente electo, la Cámara de Diputadas y Diputados, el 6 de enero, aprobó un proyecto de acuerdo presentado por la Unión Demócrata Independiente (UDI) que sugiere, al actual Gobierno y al próximo, «que establezca una política clara y nítida frente a los grupos terroristas que operan en el sur del país», además de instar a «no negociar» con agrupaciones como la CAM.
Es útil aportar a este debate tanto desde la perspectiva de la experiencia comparada sobre procesos de diálogo entre grupos que reivindican el uso de la fuerza y los Estados en que operan, como desde la reflexión teórica. Aunque cada caso en esta materia tiene sus características históricas y políticas propias, que no necesariamente son las existentes en Chile, la comparación nos permite al menos plantear algunas preguntas claves.
Una primera pregunta surge de la conexión que pueda existir entre un proceso político para responder a las demandas mapuche y un proceso de diálogo con grupos que reivindican la violencia y rechazan la legitimidad del proceso político. Así en el país, por una parte, se desarrolla un proceso constituyente a cargo de una Convención Constitucional (CC) con escaños reservados de pueblos indígenas y un alto grado de legitimidad como canal institucional para abordar la deuda histórica del Estado chileno con los pueblos indígenas. Por otra, existen grupos como la CAM que reniegan de esta vía institucional e insisten en el uso de la violencia para obtener sus fines políticos. Cabe preguntarse, entonces, ¿por qué dialogar con estos grupos si ya existe la CC? ¿No le quita acaso legitimidad al proceso constituyente?
La experiencia de otros países nos indica que, no obstante las dificultades que puedan presentarse, no existe incompatibilidad entre el desarrollo en paralelo de procesos de transformación política institucional con el impulso de diálogos por la paz con grupos armados. Existen ejemplos en este sentido en Irlanda del Norte, Sri Lanka, el País Vasco en España, los Balcanes o el Cáucaso, entre otros lugares.
En esos países los diálogos han abordado tanto temas conectados a la transformación institucional como temas más puntuales conectados con el grupo armado en cuestión, como posibles ceses al fuego, desarme u otras materias. No es necesario cambiar o hablar de todo para poder hablar de algo. Y a veces los diálogos de temas puntuales pueden conectarse a transformaciones más generales. En Colombia, la asamblea constituyente que redactó la Constitución de 1991 lo hizo en paralelo al proceso de paz con el Movimiento 19 de Abril (M-19). El desarme y la incorporación al proceso político del M-19 fue parte tanto de un proceso de diálogo con el grupo como del proceso constituyente. Fueron procesos complementarios, no contradictorios.
Una segunda pregunta planteada por diferentes críticos es si una democracia que se sustenta en un Estado de derecho puede o debe dialogar con un grupo armado cuyo objetivo es disputar el monopolio coercitivo del Estado. Aquí también la experiencia internacional nos indica que no es contradictorio aplicar la ley por un lado –el fin de la justicia– y dialogar por otro –el fin de la paz–. A pesar de similares llamados por diferentes sectores a “no dialogar con terroristas”, ni el Reino Unido ni España abdicaron del monopolio de la fuerza para dialogar con el Ejército Republicano Irlandés (IRA) o con País Vasco y Libertad (ETA), respectivamente. Igualmente, en Colombia el diálogo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) culminó con los acuerdos de paz de 2016, sin que el Gobierno abdicara al monopolio de la fuerza.
Nuestra definición de qué es un Estado viene del sociólogo alemán Max Weber, quien lo define como una “comunidad humana que (con éxito) reclama el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio”. Énfasis agregado, para señalar que las situaciones de conflicto armado interno surgen cuando un Estado no es capaz de establecer el monopolio de la fuerza. Los llamados a no dialogar con grupos armados que hacen uso de la violencia son comunes en estas situaciones, pero tarde o temprano, cuando las opciones represivas no dan resultados, muchos Estados optan por dialogar.
Una tercera pregunta a plantear es cómo dialogar con actores que no quieren el diálogo, sino que optan por la violencia para avanzar en sus intereses. Aquí es útil separar la postura de un grupo armado –que puede favorecer o rechazar el diálogo– de una posible postura por parte de un Gobierno. Una cosa es que un grupo armado no quiera dialogar, y otra es que el Gobierno no quiera hacerlo. Lo primero no tiene por qué significar lo segundo.
Nuevamente, una mirada comparativa revela que muchas veces, aunque por cierto no siempre, la apertura al diálogo puede permitir abordar problemas que de otra forma no sería posible solucionar. En diferentes lugares las políticas de “mano dura” frente a grupos armados suelen tener mucho apoyo popular.
Se sustentan en el sentido común de que no es posible dialogar con grupos que optan por la resistencia armada y/o por la criminalidad. Si bien estas políticas son populares, hay mucha evidencia de que ellas tienden a ser inefectivas. La mano dura suele provocar más violencia, no menos.
A diferencia de la mano dura, las políticas que entienden la seguridad ciudadana en forma más amplia incluyen temas como el desarrollo económico y la provisión de bienes públicos como la educación y la salud, la propiedad de la tierra, y en algunos casos el diálogo con grupos armados, que pueden ser aquellos con fines políticos o aun criminales. En este sentido el diálogo es simplemente una herramienta más en una gama amplia de políticas como las antes mencionadas. Por cierto, la solución a muchas de estas problemáticas con los grupos en conflicto con los Estados no es fácil. Pero no es necesario suspender la búsqueda de soluciones a problemas concretos, que forma parte de la política normal al momento de dialogar con actores armados. Hay una gama amplia de posibilidades entre la paz y la violencia, que no requieren ni que el Estado abdique al monopolio de la fuerza ni que suspenda la búsqueda de soluciones a problemas concretos.
En muchos de los casos mencionados también hay una gran variedad de actores entre el Estado y los grupos armados, y de posibles diálogos. En algunos hay negociaciones oficiales directas entre ambas partes, en otros hay diversos diálogos no oficiales facilitados por organizaciones no gubernamentales expertas en estos procesos. Dialogar no es lo mismo que negociar. Un diálogo puede resultar en una negociación oficial o no, dependiendo de la circunstancia, o puede levantar temas para después tratar de forma más oficial.
La experiencia comparada aquí referida demuestra, por un lado, que el diálogo con grupos armados en conflicto con el Estado no es una panacea, una solución mágica a conflictos complejos de larga trayectoria histórica. Pero, por otro lado, tampoco es una imposibilidad, aun en conflictos complejos y duraderos como aquel existente entre el Estado chileno y el pueblo mapuche. Es una herramienta política que, como cualquier otra, tiene costos y beneficios. No hay que temerle o rechazarla por completo. Tampoco pensar que dialogar será una solución automática a dicho conflicto. Es una opción que merece explorarse seriamente en un contexto donde las políticas penales y represivas claramente han fallado y donde la violencia ha escalado en forma muy preocupante.
Pablo Policzer es profesor Asociado de Ciencia Política en la Universidad de Calgary, Canadá, y José Aylwin es Coordinador del Programa de Globalización y Derechos Humanos del Observatorio Ciudadano, Chile.